LA ORDENACIÓN DEL TIEMPO DE TRABAJO EN EL SIGLO XXI

Retos, oportunidades y riesgos emergentes

(Director)

«La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo (…). Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor» (…). «Los ideales del homo faber, el fabricante del mundo, que son la permanencia, estabilidad y carácter durable, se han sacrificado a la abundancia, ideal del animal laborans».

HANNAH ARENDT

De nuevo tiene el lector ante sí un nuevo libro sobre «La ordenación del tiempo de trabajo en el siglo XXI. Retos, oportunidades y riesgos emergentes», excelentemente dirigido y coordinado por Salvador Perán Quesada, Profesor Doctor de la Universidad de Málaga. No se trata de un libro más sobre el tema porque su enfoque es decididamente innovador y con sugerentes propuestas de lege ferenda.
Prologar este libro nos permite reflexionar sobre las relaciones entre el trabajo y el tiempo y su regulación jurídica. Interrogarse sobre ello ante las transformaciones del presente siglo constituye el objeto principal de este libro colectivo, el cual se articula en varias «piezas» formalmente separadas pero que obedecen a una idea-fuerza de establecer una comparación crítica entre diversos Derechos y proponer nuevos cauces para afrontar los dilemas que se plantean al respecto.
Tanto el trabajo como el tiempo conciernen a la institución de lo social, y quedan anudados al vínculo social y a la institución jurídica de la sociedad y la fuerza instituyente del Derecho. En este sentido en el Derecho Social, mostrando la capacidad instituyente del Derecho, trabajo y tiempo están penetrados por la racionalidad jurídica y la dialéctica del poder y de la subordinación que le son inherentes. La institución del trabajo y del tiempo por parte del Derecho Social es más compleja de lo que inicialmente se intuye en aparente visibilidad y transparencia normativa. La descronologización o destemporalización y desestructuración de los ciclos vitales de la persona que trabaja ha mostrado esa mayor complejidad y la fragilidad de lo social a lo que tales fenómenos atienden, es decir, a la construcción jurídica del tiempo social. Pero el tiempo de trabajo es tiempo social es en sí materia conflictiva, pues siempre se producen tensiones entre los diversos tiempos sociales (tiempo de trabajo y tiempo de no trabajar) y tensiones también internas en cada uno de ellos (en particular en el tiempo de trabajo, en términos de duración y distribución y de los límites temporales de la subordinación jurídica del trabajador, pues el tiempo de trabajo subordinado supone en sí mismo una limitación al derecho de la persona a decidir sobre su tiempo y su ritmo de trabajo, etcétera).
En gran medida, como consecuencia de la ajeneidad y del hecho de que el rendimiento del trabajo está en función de la adecuada organización de la actividad productiva (sin olvidar que el objeto de la relación es el trabajo y no sus resultados), es evidente que la satisfacción del interés económico del empleador consistirá en conseguir el mayor rendimiento útil del trabajador. Con lo cual al mismo tiempo que se cede ab initio la titularidad de los resultados del trabajo se atribuye también —en principio como hecho sociológico, después en virtud de un título jurídico contractual— al ajeno el poder de organizar la actividad del trabajo, su tiempo de trabajo (su puesta a disposición durante un cierto período de tiempo), éste queda en situación jurídica de trabajador subordinado o dependiente respecto al ámbito de organización y dirección de otra persona que se apropia de la utilidad patrimonial del trabajo y asume la facultad de disposición sobre las condiciones en que ha de ejecutarse la actividad laboral.
Es de señalar que el tiempo de trabajo suele delimitar, en gran medida, la «vida activa» por contraposición a la «vida contemplativa», como dos modos de vida en los términos tradicionalmente pensados. Como advirtiera Hannah Arendt «ningún hombre puede permanecer en estado contemplativo durante toda su vida. En otras palabras, la vida activa no es solamente aquello a lo que están consagrados la mayoría de los hombres, sino también aquello de lo que ningún hombre puede escapar totalmente. Porque está en condición humana que la contemplación permanezca dependiente de todos los tipos de actividades; depende de la labor que produce todo lo necesario para mantener vivo el organismo humano, depende del trabajo que crea todo lo necesario para albergar el cuerpo humano y necesita la acción con el fin de organizar la vida en común de muchos seres humanos de modo que la paz, la condición para la quietud de la contemplación, esté asegurada». La labor es una actividad que implica a la persona y que corresponde a los procesos biológicos del cuerpo, es decir, como dijo Karl Marx, el metabolismo entre el hombre y la naturaleza, o el modo humano de este metabolismo que comparten con todos los organismos vivos. Es por medio de la labor (trabajo como «actividad») cómo los hombres producen lo vitalmente necesario que ha de alimentar el proceso de la vida del cuerpo humano. Y, como observa Hannah Arendt, dado que este proceso vital, a pesar de conducirnos en un proceso rectilíneo de declive desde el nacimiento a la muerte, es en sí mismo circular, la propia actividad de la labor debe seguir el ciclo de la vida, el movimiento circular de nuestras funciones corporales, lo que significa que la actividad de la labor no conduce nunca a un fin mientras dura la vida; es indefinidamente repetitiva. A diferencia del trabajo (entendido como obra o producto ya acabado), cuyo fin llega cuando el objeto está acabado, preparado para ser añadido al mundo común de las cosas y de los objetos (dispuesto para el mercado en términos económico-jurídicos), la labor (trabajo como «actividad») se mueve siempre en el mismo ciclo prescrito por el organismo vivo, y el final de sus fatigas y problemas sólo se da con el fin, esto es, con la muerte del organismo individual. Así, la labor produce bienes de consumo, y laborar y consumir no son más que dos etapas del siempre recurrente ciclo de la vida biológica. Son dos etapas del mismo proceso vital el despliegue de las actividades humanas. Las perplejidades del homo faber en la sociedad industrial —y su sometimiento a una lógica utilitarista— solo puede contrarrestarse a través de la afirmación antropológica del hombre como fin en sí mismo —como persona libre—, el cual no debe ser utilizado como simple medio para alcanzar otros fines, por muy elevados e importantes que puedan ser éstos.
El trabajo productivo profesional incorpora un elemento de «necesariedad» que constituye un límite —más o menos intenso— a la esfera de libertad para utilizar libremente su tiempo. Esa necesariedad —que comporta un elemento de compulsión o de coerción— se hace especialmente intensa en el trabajo asalariado (trabajo por cuenta ajena), en cuyo marco se produce un trabajo para otro en el ámbito de una misma relación social de tipo económico cuyo objeto es precisamente el trabajo. Una relación caracterizada por la ajeneidad y la dependencia o subordinación del trabajador a los poderes directivos del empleador, aunque con la emergencia de los modelos post-fordistas ha provocado una crisis de la noción de subordinación en el trabajo interno (relajación de la jerarquía y fomento de la participación-implicación activa y la cooperación del trabajador en la organización de las personas que trabajan en la empresa) y externo a la empresa (nuevas formas de trabajo a distancia, como el teletrabajo; y nuevas formas de trabajo autónomo como el trabajo autónomo «económicamente» dependiente, lo que, entre otras cosas, obliga a distinguir entre «dependencia» o «subordinación jurídica» y «dependencia económica» valorada y acreditada en términos jurídicos). El Derecho del Trabajo ha tratado de neutralizar el hecho de que la persona del trabajador sea tratada como una estricta mercancía ( «el trabajo no es una mercancía», refirma como principio de justicia social la Declaración de Filadelfia de la OIT de 1944). Por ello, ha tratado de civilizar el trabajo poniendo límites a las condiciones de utilización productiva y a la subordinación del trabajador, aspirando, igualmente, a una mediación jurídica entre «vita activa» y «vita contemplativa» en la «sociedad del trabajo», que permita —sin absolutizar ninguno de sus ámbitos o esferas— un amplio despliegue de todas las capacidades humanas como horizonte de sentido de la vida humana.
Ciertamente, como realzara Michel Foucault, respecto al sistema de subordinación y disciplina en la empresa, la primera función consiste en sustraer el tiempo, logrando que el tiempo de los hombres, el tiempo de sus vidas, se transforme en tiempo de trabajo. La segunda función consiste en lograr que el cuerpo de los hombres se transforme en fuerza de trabajo. La función de transformación del cuerpo en fuerza de trabajo corresponde a la función de transformación del tiempo en tiempo de trabajo. La tercera función de las instituciones consiste en la creación de un nuevo tipo de poder. Es un poder polimorfo, polivante, polivalente. En algunos casos hay por un lado un poder económico: en una fábrica el poder económico ofrece un salario a cambio de un tiempo de trabajo en un aparato de producción que pertenece al titular de la organización productiva. De modo adicional a éste existe un poder económico de otro tipo en otras instituciones (como las instituciones hospitalarias y asistenciales). El micro-poder que funciona en el interior de estas instituciones es al mismo tiempo poder de ordenación y disciplina. En realidad son dos las condiciones necesarias para la formación de la sociedad industrial: por un lado, es necesario que el tiempo de los hombres sea llevado al mercado y ofrecido a los compradores o adquirentes, quienes, a su vez, lo cambiarán por un salario; y, por otro, es preciso que se transforme en tiempo de trabajo. A ello se debe que se encuentre el problema de las técnicas de explotación máxima del tiempo en toda una serie de instituciones.
El tiempo de trabajo se enmarca en el tiempo vital. El tiempo penetra en la relación de trabajo e influye en los demás ámbitos del tiempo vital, pues su delimitación incide en los modos de vida, en las relaciones familiares y en el ocio. En tiempo de trabajo determina el tiempo libre. La organización de los modos de vida y de los sistemas de protección social clásicos se han basado en el ciclo ternario, a saber: tiempo para la formación; tiempo de trabajo; tiempo para la retirada de la vida activa. Ese modelo ternario de ciclo vital del trabajador se enmarca igualmente en el más amplio ciclo vital ternario de las personas (antes-durante-después del trabajo) y precisamente se han producido fisuras importantes en dicho modelo ternario. En efecto, este modelo ternario vigente hasta hace poco en los países industrializados ha sufrido rupturas significativas, de manera que hoy se puede hablar de «des-cronologización» o «des-entandarización del ciclo de vida de las personas.
Desde el punto de vista jurídico-laboral, el factor tiempo actúa en la relación jurídica de trabajo a través de dos formas típicas: determinando la duración del vínculo jurídico-contractual laboral, por un lado, y por otro, como técnica de fijación de la jornada de trabajo (y otras variables temporales), la cual, como es sabido, permite la medición de la prestación debida en el marco del contrato de trabajo (el tiempo de trabajo es sometido a un estricto control y medición). No es de extrañar que la marcada presencia en el Derecho Social del Trabajo de la referencia a los tiempos y lugares de trabajo, incluso ahora que en la sociedad de la información el marco espacio-temporal se redefine y se hace más complejo y difuso. Antes, como hoy, el Derecho del trabajo interviene para tratar de reconstituir un espacio-tiempo humanamente vivible. En los inicios de la industrialización las nuevas tecnologías y los sistemas de alumbrado —gas y electricidad— supusieron la emancipación del trabajo industrial de los ritmos de la naturaleza, lo cual expuso a los trabajadores a una prolongación excesiva e inhumana de la duración del trabajo. Junto a la dependencia jerárquica del empresario, se imponía una estricta obligación de disposición temporal por parte del trabajador, en los límites establecidos en el contrato de trabajo. Igualmente se establecía un régimen constante de los horarios y de las modalidades de organización de las prestaciones. El modelo de regulación de los tiempos de trabajo se corresponden con el denominado modelo fordista, el cual triunfa con la producción masiva estandarizada, las modalidades de organización del tiempo y de los horarios tienden a estabilizarse. Es ese el modelo que organizó jurídicamente el Derecho del Trabajo clásico. En dicho modelo regulador, el tiempo se entendía como una referencia objetiva que contribuía a regular las relaciones de trabajo, tanto en el ámbito individual como en el colectivo. En plano jurídico-laboral, el tiempo ha cumplido una dualidad de funciones: por un lado, en la perspectiva individual, hace posible la medición de la subordinación haciendo actuar a los institutos vinculados a la misma (salario, poderes directivos, etc.). Desde el punto de vista colectivo, permite establecer disciplinas y, por consiguiente, introducir la lógica de la solidaridad colectiva (subjetividad colectiva del trabajo).
Respecto de la funcionalidad del tiempo como factor delimitador de la subordinación, cabe decir que el tiempo permite la subordinación como ámbito de dominio del empresario sobre la vida del trabajador y a la vez actúa como criterio limitador de ese sometimiento jurídico (puesta a disposición para trabajar en vista de un rendimiento) y asimismo como criterio de medida del valor del intercambio del trabajo. Es así que institucionalmente se establece una duración legal del trabajo y se define un modelo de vida laboral que implica una oposición de carácter binario entre tiempo de tiempo de trabajo y tiempo libre, prescindiendo —por omisión— del tiempo de trabajo no asalariado (Alain Supiot).
El Derecho del Trabajo estableció límites a la jornada y, en general, a la vida laboral. Es entonces cuando se constituyó los nuevos ritmos de vida que organizaban la vida del hombre moderno y la ordenación de su territorio (trabajo, descanso, vacaciones, transporte). El modelo fordista de producción, se caracterizaba por la uniformidad formal de las horas de trabajo, en correspondencia con el tipo de organización de la producción en masa de productos estandarizados, con lo que ello tiene de relativa rigidez (Alain Lipiez). De ahí que el instrumento privilegiado en este modelo fordista para realizar una flexibilidad de adaptación del tiempo de trabajo a las exigencias de funcionamiento de la empresa fuese la utilización del clásicos instrumento de las horas extraordinarias, que, como se saben, los las realizadas sobrepasando la jornada semanal legal. La adaptación opera mediante la ampliación del tiempo de trabajo, prescindiendo, así, del recurso a nuevas contrataciones. En este sentido el modelo de vida laboral estándar del fordismo partía de un empleo en régimen de jornada completa, por tiempo indefinido, al servicio de la misma, y con una expectativa razonable de llevar una carrera profesional ascendente en la misma empresa.
Igualmente, el tiempo de trabajo era, en coherencia con el modelo estándar, un tiempo homogéneo, es decir, un tiempo de trabajo «tipo» situado en la lógica inherente al compromiso fordista-keynesiano. Ese estándar conduce a un determinado modo de articulación de los tiempos de vida del trabajador de carácter binario: tiempo de trabajo (tiempo de subordinación) y tiempo libre (tiempo de libre disposición para el ocio o la inactividad). Es así que se consagraba la ficción económica de un trabajo separable de la persona del trabajador. Esta ficción oculta todo aquello que en la vida económica no está directamente sometido a una lógica de intercambio (Alain Supiot). Ese carácter binario todavía continúa percibiéndose en la Directiva 2003/88/CE, de 4 de noviembre de 2003, relativa a determinados aspectos de la ordenación del tiempo de trabajo —la cual deroga y refunde las precedentes Directivas 93/104/CE y 2000/34/CE, art. 2.1). Por otra parte, el modelo fordista de organización del tiempo de trabajo conducía a configurar el tiempo libre como tiempo para el consumo —más que como verdadero tiempo de ocio— y no sólo como tiempo para las simple reproducción de la fuerza de trabajo del trabajador. En el plano de las identidades colectivas del trabajo, ello da lugar al surgimiento de solidaridades entre los trabajadores sometidos a la misma jornada, horarios y ritmos (solidaridad de trabajo, de organización y de lucha). De manera que el tipo de trabajo ha servido «para definir en negativo el tiempo de la autonomía colectiva». Por lo demás, «como concepto universal abstracto, el tiempo de trabajo tiende por regla general a enmascarar la heterogeneidad propia de los trabajos realizados y de la consiguiente experiencia del tiempo. Esta identidad de tratamiento jurídico ha contribuido también a forjar la solidaridad entre los trabajadores». El tiempo de trabajo abría, igualmente, un espacio para otros tiempos de la vida social (tiempo libre, ocio, formación, tiempos de transición o de transporte, etc.).
Ante el modelo emergente post-fordista, esa separación estricta, en dicho modelo, entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre encuentra numerosas rupturas en el ciclo de la vida contemporánea. Precisamente, ese marco espacio-temporal instituido paulatinamente desde hace un siglo por el Derecho del Trabajo es lo que en el momento presente se ve desorganizado por la incidencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (disponibilidad del trabajador en cualquier lugar y en todo momento para trabajar o consumir. De modo destacado en el sector terciario (la terciarización supone el desplazamiento paulatino del empleo desde la agricultura y la industria hacia los servicios; un sector de servicios en expansión) se produce una desorganización del sistema jerárquico y homogéneo del tiempo, con la expansión de los horarios variables individualizados, que ponen seriamente en cuestión el modelo típico considerado normal de ordenación temporal del trabajo. El sistema productivo se basa cada vez más en sistemas heterogéneos e individualizados de organización del tiempo de trabajo. Con las nuevas formas de producción —y de vida—, el trabajo desborda paulatinamente el perímetro de la institución u organización cerrada. Ello es debido a que la productividad no depende sólo de la gestión racional y eficiente de los recursos internos de la empresa, sino ante todo de la capacidad empresarial de captar flujos externos y de transformarlos en valor productivos. Se opera, así, una progresiva superación de la clásica separación real entre tiempo de trabajo y tiempo de no-trabajo.
Con todo, el Derecho del Trabajo tiene que reinventar los modos de gestión jurídica del tiempo de trabajo partiendo de una mayor heterogeneidad de las regulaciones. Pero, nuevamente, la gestión jurídico-institucional del tiempo de trabajo tendría que atender a los modos de vida y al tiempo total de vida, y tendría que hacerlo, por lo demás, obedeciendo a los objetivos preferentes de política del Derecho. En este sentido una de las preocupaciones a resolver ante la crisis del trabajo y el elevado nivel de desempleo, ha sido tratar de ordenar el tiempo de trabajo de manera que se fomente el reparto del empleo. Bajo esa lógica de «política de empleo» los Estados europeos han fomentado el trabajo a tiempo parcial, atendiendo a varios motivos. Uno de ellos ha sido el facilitar la conciliación de la vida profesional y familiar; en otros casos, la necesidad de flexibilización del empleo o de compartirlo dada su escasez.
En esa orientación de política de empleo también se insertan las incitaciones hacia la reducción de la jornada legal de trabajo y su diversificación, y a través de re-envíos flexibilizadores a la negociación colectiva. Es así que la organización del tiempo de trabajo se hace más flexible, más heterogénea e individualizada. Su resultado más evidente e que la ruptura del paradigma binario basado en aquella oposición entre tiempo de trabajo y tiempo libre. La frontera entre los tiempos se hace más fluida y porosa, porque el tiempo libre se instala en el tiempo de trabajo asalariado (derechos a permisos o ausencias, con suspensión del contrato a iniciativa del trabajador; formación profesional durante la vigencia del contrato de trabajo y ampliación de los ámbitos de autonomía en el uso del tiempo por parte del trabajador) y el mismo trabajo asalariado acaba por ejercer una influencia penetrante sobre el tiempo libre (extensión del ámbito de la subordinación a la esfera privada del trabajador como ocurre con el trabajo a distancia —la típica forma es el trabajo a domicilio y la nueva del teletrabajo—, trabajo informático, etc.; disponibilidad permanente para trabajar como nueva forma de tiempo: el tiempo de disponibilidad; las distintas formas de asimilación de ciertos períodos de tiempo libre al tiempo de trabajo tales como actividades de atención a personas dependientes, actividades de formación profesional, actividades voluntarias de interés colectivo, etc.). El resultado es la conformación de una regulación del tiempo de trabajo notablemente fragmentada e individualizada. En el plano de las fuentes regidoras las amplias remisiones a la negociación colectiva y a la autonomía individual permiten vislumbrar un creciente proceso de autorregulación del tiempo de trabajo y un acotamiento a una ordenación legal minimalista como opción de política del derecho. Así, la obligación de trabajar no se agota ya sólo en la obligación de medios, sino también que alcanza de modo creciente a la obligación de resultados y objetivos. Se produce una «desestandarización» de la regulación del tiempo de trabajo que afecta tanto al a la persona del trabajador como a las formas de organización de las identidades colectivas de los trabajadores.
Esto determina la necesidad de establecer nuevas limitaciones para reconstituir unidades de tiempo y de lugar que sean verdaderamente compatibles con la vida real del trabajador. De manera que los procesos de concentración y dispersión de los trabajadores no impidan la humanización del trabajo y el uso razonable de los tiempos de vida. Es en este contexto crítico, donde el Derecho del Trabajo actúa, en parte, para poner límites a la individualización y la confusión de los tiempos, con la finalidad de preservar tiempo individual y social vivibles. De ahí la dualidad de fines que históricamente ha desempeñado la regulación legal del tiempo de trabajo: por un lado, la protección de los derechos básicos de los trabajadores (vida, salud y seguridad); y, por otro, el progresivo reconocimiento del derecho de los trabajadores a períodos de tiempo libre, buscando un equilibrio entre tiempo de trabajo y no trabajo, comprensivo del conjunto de actividades que hacen posible un desarrollo integral de la persona.
Un rasgo característico de la nueva organización jurídica es la de que su eje tiende a desplazarse de la organización colectiva del trabajo hacia la vida personal del trabajador. Por eso se puede hablar de la emergencia de un principio de concordancia de tiempos, como manifestación del principio más general de adaptación del trabajo al hombre (). En la perspectiva individual, tal principio implica que cada persona ha de estar en condiciones de hacer concordar los diversos tiempos que integran su vida, su ciclo vital. Se trata de poner freno a la una flexibilización y disponibilidad total del trabajador al servicio de la dirección de la empresa. En la lógica colectiva, el principio de concordancia de los tiempos determina la preservación del derecho a una vida familiar y social normal, conforme a las prescripciones de la Convención Europea de los Derechos del Hombre (1950) (Alain Supiot). El sistemas jurídico tiene que operar con un concepto omnicomprensivo de tiempo de vida del trabajador, articulando como un todo diversificado el tiempo de trabajo con otros tiempos de la vida. En esta dirección han de ser armonizados el tiempo de trabajo, el tiempo libre, de descanso o de ocio, el tiempo gratuito, adaptando el trabajo a las exigencias del hombre que trabaja y evitando la mercantilización del tiempo libre como simple tiempo para el consumo. Este objetivo exigiría una nueva articulación de la función atribuida en el sistema de fuentes a la ley y a la autonomía colectiva, de manera que la ley lleve a cabo un «garantismo flexible» que impida la desprotección garantizando los derechos sociales mínimos vinculados a la ordenación del tiempo de trabajo (y desde una lógica totalizadora e integrada del tiempo de vida de la persona que trabaja), pero contribuyendo a una mayor descentralización de las fuentes reguladoras mediante la apertura de amplios espacios de autorregulación a la autonomía colectiva y en ciertos ámbitos a la autonomía individual (con las suficientes garantías jurídicas para impedir el mero sometimiento del trabajador el preeminente poder contractual del empresario). Y si se quiere incidir —vale decir, «decidir»— directamente en todas las esferas del tiempo de vida del trabajo profesional habrá que ir más allá de la negociación colectiva laboral y propiciar nuevas formas de interlocución social y política a través de un proceso más abierto de diálogo y de concertación o acción neocorporativista democrática que incorpore a los poderes públicos, a las organizaciones profesionales y a otros grupos de intereses externos al mundo del trabajo. Sobrepasando —no superando— la lógica propia de la bilateralidad (negociación colectiva) o trilateralidad clásica (concertación social o neocorporativismo democrático a tres bandas). Es así que de la negociación colectiva —bilateral— se pasa, según materias, a una forma de negociación multilateral (incorporando grupos sociales no sólo vinculados al trabajo profesional) como forma de negociación corporativa de intereses plurales. De este modo, las relaciones en la norma estatal, la negociación colectiva y las formas de concertación social neocorporativa se hacen más complejas, heterogéneas y pluralistas.
Sin embargo, más allá de la referencia a la dimensión cuantitativa del tiempo de trabajo, hay que tomar en consideración también la dimensión cualitativa, la cual remite a la distribución del tiempo de trabajo en la vida activa del trabajador (con períodos de actividad y con fases de paro y desempleo, periodos de formación, etc.), por un lado, y por otro, la distribución de la jornada de trabajo entre las diversas unidades cronológicas naturales (día, semana, mes y año). Ambas dimensiones presentan una gran relevancia en una etapa en la cual la necesidad de trabajo humano está afectada por un proceso de reducción paulatina y en el que la distribución del tiempo de trabajo parece responder a una exigencia de racionalización de la civilización postindustrial, la flexibilidad. Esta flexibilidad del tiempo de trabajo se orienta a la mayor productividad del trabajo, adaptando la ordenación del tiempo de trabajo a las variaciones del proceso productivo y de las nuevas formas de organización científico-técnica del trabajo. En el proceso de racionalización del trabajo la productividad supone el mayor nivel de producción durante el tiempo de trabajo. La productividad del trabajo se ha venido incrementando con las revoluciones científico-técnicas, y ello ha permitido no sólo la mayor rentabilidad, sino también una reducción significativa de la jornada de trabajo. Aunque esa reducción nunca ha sido lineal y ha coexistido con excesivas jornadas reales de trabajo. Por lo demás, en los últimos años esa tendencia reductora ha cedido, a pesar del debate —impulsado sobre todo en Francia, pero que marcó todo el período del último tercio del siglo veinte, vinculando reducción del tiempo de trabajo y políticas de reparto del mismo. De ahí la relevancia de interrogarse cómo estar protegido a través de la regulación del tiempo de trabajo, que siempre sobrepasa los confines estrictos de la relación individual de trabajo.
Se comprende que el tiempo sea un elemento determinarte de la relación jurídico-laboral, fija la duración del contrato de trabajo, pero ante todo también el período de puesta a disposición para trabajar, siendo un elemento inherente a la obligación jurídica de trabajar contraída por el trabajador (tiempo en el trabajo). El empleador, en virtud del derecho de crédito que le confiere el contrato de trabajo, adquiere tanto el derecho a utilizar productivamente la actividad del trabajador durante un determinado tiempo, y el derecho a la adquisición originaria de la utilidad o resultado patrimonial del trabajo prestado durante un cierto tiempo, y asimismo el derecho a dirigir la actividad desplegada por el trabajador durante el tiempo fijado. Por tanto el tiempo de puesta a disposición para trabajar (delimitado ante todo a través del instituto de la jornada de trabajo) acota el periodo donde se ejerce la relación de dominio contractual del trabajador por parte del empresario. Es la jornada de trabajo la que delimita el período en virtud del cual se lleva a cabo ese dominio jurídico-contractual que supone la posición de especial subordinación o dependencia del trabajador bajo los poderes directivos del empleador. En este sentido la jornada legitima jurídicamente al mismo tiempo la puesta disposición del trabajador y los límites temporales en que dicha puesta a disposición se realiza. Desde esa perspectiva, la estrategia del movimiento obrero ha residido en una la lucha por la reducción de la jornada como factor apertura hacia una mayor libertad del trabajador. De este modo en la regulación del tiempo de trabajo queda implicada la persona del trabajador —inseparable de su fuerza de trabajo—, de manera que se trata no sólo de proteger su libertad, sino también de proteger su salud. De ahí que la regulación de la jornada, y su limitación —jornadas máximas— ha sido un ámbito típico del intervencionismo público en la ordenación de las relaciones laborales. Ese carácter de Derecho necesario —orden público— no se contradice con la apertura de espacios hacia la negociación colectiva. En ese dualismo de fuentes reguladoras, la norma estatal ha asumido la función de ser instrumento de establecimiento de la jornada máxima, mientras que corresponde a la autonomía colectiva la ordenación y distribución específica de la misma. La relación ha sido la propia del «Derecho reflexivo estatal». No obstante, las políticas de flexibilidad del tiempo de trabajo han supuesto una cierta atenuación o debilitamiento del orden público laboral, atribuyéndose un espacio vital de regulación mayor a la autonomía individual.
Dentro del contenido complejo y plural de las grandes etapas históricas la sociedad industrial se configura como una sociedad del trabajo, en la cual la forma de trabajo productivo dominante es precisamente el trabajo asalariado como relación social de tipo económico cuyo objeto es el trabajo-actividad.
El tiempo aparece como factor determinante de la subordinación o dependencia del trabajo a la esfera de dominio del empresario. La regulación del tiempo de trabajo aparece como una limitación necesaria porque esa limitación se impone como condición de libertad (y no sólo por obvias razones socio-económica de necesaria reproducción de la fuerza de trabajo). Es decir: la reducción de la jornada de trabajo constituía, así, un tiempo «libre» (también de la subordinación, en cuanto liberación temporal del período de subordinación o sometimiento jurídico-económico del trabajador a los poderes directivos del empleador). El tiempo de trabajo —delimitado a través del instituto de la jornada— supone, pues, la delimitación específica donde se ejerce el dominio social en la producción; un dominio socio-jurídico que comporta el poder de organizar el tiempo y el espacio del trabajador. A partir de ese ámbito de dominio socio-jurídico, este se proyecta en los demás ámbitos temporales de la vida humana, pues en función del tiempo de trabajo se precisan y articular los otros tiempos, señaladamente el tiempo para el descanso y el tiempo libre para el ocio, y el tiempo para el consumo.
La regulación del tiempo de trabajo actúa como factor determinante (no sólo del desarrollo de la personalidad del trabajador, según lo antes dicho) de la participación pol

Director
Colección
Trabajo y Seguridad Social
Número en la colección
80
Materia
Laboral
Idioma
  • Castellano
EAN
9788490452080
ISBN
978-84-9045-208-0
Depósito legal
GR. 1730/2014
Páginas
216
Ancho
17 cm
Alto
24 cm
Edición
1
Fecha publicación
30-10-2014
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